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martes, 6 de mayo de 2014

QUÉ FUE DE CRISTÓBAL COLÓN

Colón apenas sobrevivió año y medio a la reina Isabel. En mayo de 1506 moría en Valladolid, adonde se había trasladado la corte. Al almirante se le fue la vida sin conseguir que el rey Fernando le reconociera los títulos de gobernador y virrey de las Indias. 

Porque en realidad eso era todo lo que preocupaba al descubridor: que la Corona le reconociera aquellos títulos como privativos de su persona y, por tanto, pudiera legarlos a sus herederos. No era poca cosa, ciertamente: establecer un linaje de su nombre que gobernara las Indias como tierra propia. Pero si ya la reina Isabel había recelado de las condiciones de Colón como gobernante, mucho más suspicaz era a ese respecto el rey Fernando.





Y no sin razones.Cristóbal Colón había regresado de su último viaje en noviembre de 1504. La reina murió tres semanas después. El almirante, aunque enfermo, intentó a toda costa desplazarse a Sevilla para entrevistarse con el rey. No pudo moverse hasta el mes de mayo siguiente. Mientras tanto, se dedicó a enviar cartas a su hijo Diego; cartas que más bien parecen escritas para que las leyeran otras personas, porque eran un compendio de reivindicaciones económicas y críticas al gobierno de las Indias. Esas cartas y otras de esta misma época han creado la leyenda de que Colón pasó sus últimos años hundido en la más atroz miseria. Eso no es exactamente así. Ciertamente el descubridor distaba de llevar una vida principesca, pero no vivía en la pobreza y, por otro lado, mantenía su sitio en la corte.
Cuando Colón llegó ante el rey Fernando, en aquel mayo de 1505, halló a un monarca que lo último que tenía en la cabeza eran los problemas del navegante. Colón pidió una vez más que se le reconocieran los privilegios firmados años atrás en Santa Fe: almirante, virrey, gobernador. Fernando, una vez más, respondió con buenas palabras, evasivas y dilaciones. La corte se trasladó a Salamanca y Colón fue con ella. Después marchó a Valladolid, y Colón, detrás. Ya era abril de 1506 y Fernando el Católico parecía haberse desentendido por completo de la causa colombina.
Los quebrantos del rey Fernando
¿Había caído Colón en desgracia? ¿Tal vez el rey Fernando detestaba al descubridor? Ni una cosa ni otra. Sencillamente, en aquel momento Fernando tenía entre manos asuntos muy distantes del problema americano. En 1502 había estallado de nuevo la guerra entre Francia y España por el control del Reino de Nápoles, la vieja llave del Mediterráneo occidental. Las dos potencias habían llegado dos años atrás a un acuerdo para repartirse el territorio napolitano –el Tratado de Granada–, pero inmediatamente surgieron discrepancias y la guerra se reavivó. Para Francia, controlar Nápoles significaba rodear a España por oriente y cortar de raíz la hegemonía naval hispana en el Mare Nostrum.
Para España, hacerse con la pieza era tanto como frenar en seco las aspiraciones francesas de proyección hacia el sur. Fue una guerra muy intensa, salpicada de choques cruentos por tierra y por mar. Las armas españolas, aun en inferioridad numérica, consiguieron la victoria gracias, entre otras cosas, al talento militar de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Allí comenzó la leyenda de la infantería española.
En febrero de 1504 Francia se avino a firmar un tratado, el de Lyon, que reconocía la soberanía española sobre Nápoles. Pero la enemistad entre las dos potencias estaba lejos de haberse apagado.
Para complicar las cosas, el rey Fernando había entrado en conflicto con su yerno Felipe de Austria, llamado Felipe el Hermoso. Conflicto que, naturalmente, había servido de acelerante para que volvieran a prender las viejas querellas internas de los reinos españoles. Así, mientras que la nobleza castellana encontraba en Felipe una magnífica bandera para oponerse al rey Fernando, que no dejaba de ser un aragonés, las ciudades veían en Fernando a su único valedor frente a la nobleza y, por tanto, frente a Felipe. Ahora bien, esta dimensión nacional sólo era uno de los rostros del problema, y seguramente en el ánimo de Fernando el Católico pesaban mucho más las consecuencias de la ambición de Felipe en el plano exterior.
Felipe había desposado a Juana de Castilla, la heredera de Isabel y Fernando, en 1496. Aquella boda tenía por objeto vincular los intereses de Castilla y Aragón a la Casa de Habsburgo, titular del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero Felipe, el yerno, rápidamente mostró un acusado interés por acercarse a Francia, lo cual despertó mil sospechas en la siempre inquieta mente del rey Fernando: si Felipe y Juana pactaban con Francia, el Reino de Aragón podía quedar despedazado en beneficio de los franceses. Felipe el Hermoso, ladino, había firmado en 1504 un acuerdo secreto con el rey Luis XII de Francia. Por ese acuerdo, Luis respaldaría las ambiciones de Felipe sobre el trono de Castilla –del que el Hermoso sólo era consorte– y Felipe daría a su hijo Carlos en matrimonio a la hija de Luis. La maniobra era una respuesta diplomática de los franceses a sus reveses en Nápoles. Y una excelente maniobra.

Fernando vio venir el peligro de lejos, como de costumbre, y maniobró a su estilo. Promovió otro acuerdo semejante con el rey de Francia y subió la apuesta: él, Fernando, ya viudo, se casaría con una sobrina del rey francés, Germana de Foix, y la descendencia de ambos reinaría sobre Nápoles. Además, Fernando pagaría al rey de Francia una rica dote y liberaría a los cautivos franceses de las guerras napolitanas. Puestos a elegir entre un consorte de Castilla y un rey de Aragón, Luis de Francia escogió lo segundo. Así, Fernando el Católico terminó casado con Germana y, sobre todo, Felipe el Hermoso se vio privado de apoyos extranjeros. Fernando había ganado una vez más. La oportuna muerte de Felipe, apenas un año después de esta carambola diplomática, enderezaría definitivamente la situación.
El síndrome de Reiter
Todos estos eran los asuntos que preocupaban al rey Fernando, y bien puede entenderse que, en medio de tales berenjenales, las reivindicaciones de Cristóbal Colón sobre las lejanas Indias le parecieran un abominable engorro. Es verdad que le devolvió los atrasos que le debía, lo cual alivió la situación personal del descubridor, pero poco más. El almirante tampoco mejoró las cosas cuando, decepcionado por el silencio de Fernando, optó por acercarse a Felipe y Juana, los cual debió de ser visto en la corte del aragonés como una traición; para colmo, a Juana y Felipe, obsesionados como estaban por asentar su poder sobre tierra europea, todo aquello de las Indias les sonaba a libros de caballerías. Las reclamaciones del descubridor, en fin, no hallaron en ninguna parte oídos receptivos. El almirante iba a dejar esta tierra sin que se le hiciera justicia.
El 19 de mayo de 1506, Colón se siente morir. No aguanta más. Llama al escribano de cámara de los Reyes, Pedro de Inoxedo, y le dicta testamento. Designa como legatarios y albaceas de sus últimas voluntades a sus hijos Diego y Fernando, a su hermano Bartolomé Colón y al tesorero de Vizcaya, Juan de Porras. Colón se autotitula como “almirante, virrey y gobernador de las islas y tierra firme de las Indias descubiertas y por descubrir”, es decir, los mismos títulos que se le reconocieron en las capitulaciones de Santa Fe. Y aquel testamento decía así:
“Yo constituí a mi caro hijo don Diego por mi heredero de todos mis bienes e ofiçios que tengo de juro y heredad, de que hize en el mayorazgo, y non aviendo el hijo heredero varón, que herede mi hijo don Fernando por la mesma guisa, e non aviendo el hijo varón heredero, que herede don Bartolomé mi hermano por la misma guisa; e por la misma guisa si no tuviere hijo heredero varón, que herede otro mi hermano; que se entienda ansí de uno a otro el pariente más llegado a mi linia, y esto sea para siempre. E non herede mujer, salvo si non faltase non se fallar hombre; e si esto acaesçiese, sea la muger más allegada a mi linia”.
¿Y qué es lo que había que heredar? Precisamente, el título de virrey de las Indias, una dignidad que, sin embargo, valía de bien poco si no llevaba adjunta la gobernación efectiva del territorio descubierto. Este asunto iba a ser objeto de pleitos sin fin durante muchos años, porque la Corona no estaba dispuesta a conceder a los Colón la titularidad del nuevo mundo; serán los llamados pleitos colombinos. Con todo, hay que decir que la Corona tampoco se mostró hostil a Diego, el heredero: el rey Fernando le facilitó un buen matrimonio con la casa de Alba y, apenas dos años después de la muerte del almirante, le designó gobernador de La Española. Pero ya llegaremos a eso.

El almirante murió un día después de dictar testamento: expiraba el 20 de mayo de 1506. ¿De qué murió exactamente Cristóbal Colón? Durante siglos se pensó que la causa de su muerte, aquella enfermedad que durante años le había torturado, era la gota, pero en fecha reciente se ha descubierto que lo que el almirante padecía era el síndrome de Reiter, es decir, una artritis reactiva que suele venir como consecuencia de infecciones gastrointestinales o genitourinarias. El hallazgo se debe al profesor de la Universidad de Granada Antonio Rodríguez Cuartero.
Los síntomas del síndrome de Reiter, incluida la pérdida de visión por conjuntivitis y los fuertes dolores de articulaciones que le obligaron varias veces a guardar cama, encajan con las dolencias que las crónicas atribuyen al descubridor. Sus últimos años en España debieron de ser un calvario: al dolor de la enfermedad se unía la angustia de sentirse víctima de una injusticia. Fue seguramente un fallo cardiaco lo que terminó llevando a la muerte a un cuerpo que ya no aguantaba más.
 
Cristóbal Colón fue enterrado con honores de almirante. Su cuerpo fue descarnado –un tratamiento muy extendido en la época, sobre todo en Italia, para conservar el cadáver– e inhumado en el convento de San Francisco de Valladolid, primero, y en la Cartuja de Sevilla después. Mucho más tarde su hijo Diego ordenará que se traslade el cuerpo a Santo Domingo, y de allí pasará, ya en el siglo XVIII, a La Habana. Los restos de Cristóbal Colón terminarán en la catedral de Sevilla en 1898. Un estudio genético realizado en 2006 por la Universidad de Granada confirmó que esos huesos eran, sí, los de Cristóbal Colón, al que los investigadores definían como “varón, de entre 50 y 70 años, sin marcas de patología, sin osteoporosis y con alguna caries; mediterráneo, medianamente robusto y de talla mediana”. Pero los huesos que hay en esa tumba sevillana –un precioso catafalco– apenas llegan al 15%, de manera que se supone que el resto del esqueleto se halla disperso por distintos puntos de América. En el fondo, un digno final para el primer europeo que halló el nuevo continente.

Javier Esparza

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